Autor: Sam Harris
Publicado en: Huffington Post, Junio 10 de 2005
Traducción: Juan Darío Rodas - Escépticos Colombia
En alguna parte del mundo un hombre ha secuestrado a una pequeña niña. Pronto la violará, torturará, y matará. Si una atrocidad de esta clase no está ocurriendo en este momento exacto, sucederá en algunas horas, o a más tardar, en unos días. Tal es la confianza que podemos tener en las leyes estadísticas que gobiernan las vidas de seis mil millones de seres humanos.
La misma estadística sugiere también que los padres de esta niña creen -- en este mismo momento -- que un dios todopoderoso y de bondad está velando por ellos y su familia. ¿Tienen razón para creer esto? ¿Es bueno que crean esto?
La totalidad del ateismo se contiene en esta respuesta. El ateismo no es una filosofía; no es ni siquiera una visión del mundo; es simplemente rehusarse a negar lo obvio. Desafortunadamente, vivimos en un mundo en el cual lo obvio se pasa por alto como cuestión de principio. Lo obvio se debe observar, re-observar y discutir, aunque esto sea un trabajo desagradecido. Lleva consigo una aureola de petulancia e insensibilidad. Más aún, es un trabajo que el ateo no desea.
Vale la pena observar que nadie ha necesitado identificarse alguna vez como un no-astrólogo o no-alquimista. Por lo tanto, no tenemos palabras para identificar a la gente que niega la validez de estas pseudo-disciplinas. Asimismo, el "ateismo" es un término que ni siquiera debe existir. El ateismo no es más que los ruidos que hace la gente razonable cuando se encuentran en presencia de dogmas religiosos. El ateo es simplemente una persona que cree que 260 millones de americanos (87% de la población de ese país) que nunca "dudan de la existencia de dios", deberían ser obligados a presentar la evidencia de su existencia y, de hecho, también de su benevolencia, dada la destrucción implacable de seres humanos inocentes que atestiguamos en el mundo cada día.
Solamente el ateo aprecia lo surrealista de nuestra situación: la mayoría de nosotros cree en un dios que es en cada pedacito tan engañoso como los dioses del Monte Olimpo; ninguna persona, sin importar sus calificaciones y cualidades, puede buscar cargos en oficinas públicas de los Estados Unidos sin fingir estar segura de que tal dios existe; y muchas de las políticas públicas de nuestro país están conformes con los tabúes religiosos y las supersticiones propias de una teocracia medieval. Esta circunstancia es despreciable, indefendible y terrorífica. Sería gracioso si no hubiera tanto en juego.
Considere lo siguiente: la ciudad de Nueva Orleans fue destruida recientemente por el huracán Katrina. Por lo menos mil personas murieron, decenas de miles perdieron todas sus posesiones materiales, y se desplazaron cerca de un millón de habitantes. Es seguro decir que casi todos los que vivían en Nueva Orleans creían en un dios omnipotente, omnisciente, y compasivo en el momento en que Katrina azotó la ciudad. Entonces, ¿Qué estaba haciendo Dios mientras un huracán dejaba su ciudad en ruinas? Seguro que Él oyó los rezos de esos ancianos y ancianas que fueron a la seguridad de sus áticos tratando de escapar de las aguas que subían, sólo para ahogarse lentamente allí. Eran personas de fe, eran hombres y mujeres buenos que habían rezado durante toda su vida. Sólo el ateo tiene el valor de admitir lo evidente: esta pobre gente pasó sus vidas en la compañía de un amigo imaginario.
Por supuesto, hubo muchas advertencias de que una tormenta "de proporciones bíblicas" afectaría a Nueva Orleans, y la respuesta humana al desastre que sobrevino fue trágicamente inepta. Pero fue inepta solamente por la luz de la ciencia. La advertencia anticipada de la trayectoria de Katrina se le arrancó a la muda naturaleza por medio de cálculos meteorológicos e imágenes satelitales. Dios no le dijo a nadie sus planes. Tanta confianza tenían en su señor benefactor los habitantes de Nueva Orleans, que no se dieron cuenta del huracán asesino que barrería con ellos sino hasta el momento en que sintieron las primeras ráfagas de viento en sus caras. Lamentablemente, una encuesta conducida por el “The Washington Post”, encontró que el 80% de los sobrevivientes de Katrina afirman que el acontecimiento solo ha fortalecido su fe en Dios.
Mientras el huracán Katrina devoraba Nueva Orleans, casi mil peregrinos shiitas fueron pisoteados hasta morir en un puente en Irak. No puede haber duda que estos peregrinos creían fervorosamente en el dios del Corán. De hecho, sus vidas estaban organizadas alrededor del hecho incuestionable de su existencia: sus mujeres andaban con velos ante él; sus hombres regularmente se asesinaron los unos a los otros por interpretaciones rivales de su palabra. Sería notable que uno solo de los sobrevivientes de esta tragedia hubiera perdido su fe. Es más probable que los sobrevivientes imaginen que fueron salvados por gracia de Dios.
Sólo el ateo reconoce el narcisismo y autoengaño ilimitados del “salvado”. Sólo el ateo percibe cuán objetable moralmente es que los sobrevivientes de una catástrofe crean que fueron salvados por un dios cariñoso, mientras que este mismo dios ahoga a infantes en sus cunas. Por rehusarse a disfrazar la realidad del sufrimiento mundial con una hostigante fantasía de vida eterna, el ateo siente en sus huesos lo precioso que es la vida y lo desafortunado que es que millones de seres humanos sufran las abusadoras privaciones de su felicidad por ninguna buena razón aparente.
Por supuesto, con frecuencia las personas de fe afirman entre sí que Dios no es responsable del sufrimiento humano. Pero ¿de qué otra forma podemos entender la afirmación de que dios es omnisciente y omnipotente? No hay otra manera, y es hora de que los seres humanos sanos se apropien de esto. Éste es el problema histórico de la teodicea, y por supuesto debemos considerarlo solucionado. Si existe dios, o él no puede hacer nada parar detener las calamidades más nefastas, o no le importan. Por tanto, o Dios es impotente o es malvado. Los lectores piadosos ahora ejecutarán la pirueta siguiente: Dios no puede ser juzgado por estándares simplemente humanos de la moralidad. Pero por supuesto, los estándares humanos de la moralidad son exactamente lo que el fiel usa para establecer la bondad de Dios en primer lugar. Y cualquier Dios que se preocupara por algo tan trivial como el matrimonio gay, o cual nombre debería usarse para ofrecerle oraciones, no es tan inescrutable como dicen. Si existe, el dios de Abraham no sólo es inmerecedor de la inmensidad de la creación; es indigno incluso del hombre.
Hay otra posibilidad por supuesto, que es igualmente razonable y menos odiosa: el dios bíblico es una ficción. Como Richard Dawkins ha dicho, todos somos ateos con respecto a Zeus y a Thor. Sólo el ateo se ha dado cuenta de que el dios bíblico no es diferente. Por lo tanto, sólo el ateo tiene la compasión suficiente para reconocer la profundidad del sufrimiento humano en su verdadera dimensión. Es terrible que todos muramos y perdamos todo lo que amamos; es doblemente terrible que muchos seres humanos sufran innecesariamente mientras están vivos. Gran parte de este sufrimiento puede ser atribuido directamente a la religión – al odio religioso, a las guerras religiosas, a los delirios religiosos, y a las desviaciones religiosas de los recursos escasos – lo que hace del ateismo una necesidad moral e intelectual. Es una necesidad, sin embargo, que pone al ateo en los márgenes de la sociedad. El ateo, simplemente por estar en contacto con la realidad, aparece vergonzosamente fuera de contacto con la vida fantasiosa de sus vecinos.
Sam Harris es el autor del libro "El fin de la fe: Religion, terror y el futuro de la razón". Es graduado de Filosofía de la Universidad de Stanford; ha estudiado por 20 años las tradiciones religiosas tanto de occidente como de oriente, asi como una gran variedad de disciplinas contemplativas. El Dr. Harris está completando su doctorado en neurociencias. Vive en la ciudad de Nueva York y puede ser contactado a través de su sitio web www.samharris.org